Hace apenas dieciséis horas saltaba encima de malvaviscos flotantes situados sobre una inmensa alberca. El escenario era de sumo irrisorio. Un flash. Tras una cortina transitoria que duró milésimas de segundo, estaba a punto de encontrar la salida de un enorme laberinto cuando mi celular escupió un temeroso ruidito que cantaba: “I was a ghost, before you came”. Comienza. Cinco de la mañana, hora de tomarme un baño de resignación fría para mi primera clase, aún cuando sienta que sólo haya dormido apenas un par de horas. Quince minutos más. En las calles el baile de fantasmas se ha iniciado una vez más. Multitud de entes escurridizos se debaten para alcanzar alguna caja destartalada con unos remedos de ruedas y un gancho incrustado que funge como volante. Yo corro junto con ellos porque voy un poco retrasada a mi entierro matutino. Todos se amontonan en las paradas y, al abordar, se convierten en una masa amorfa, espantosa, sigilosa. Unos sentados y otros parados, tan pró