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De cuando el nacionalismo tocó a la Casa Punky

Hace tiempo conocí a un grupo de chavales que emprendía el sueño que pasa por la mente de todo europeo (sí, me consta, conozco a todos los europeos y cada uno de ellos me lo ha confesado). Estaban por comenzar un viaje largo con la intención de recorrer toda América, de norte a sur, y México había sido su punto de encuentro. Un país lleno de folclor y surrealismo que los dejó con sabor a tabaco empaquetado, sonideros y un repertorio de comida poco ligera que los hizo pasar más de una mala noche con el estómago medio flojo.  Quizá les dejó mucho más, pero eso habría que preguntárselos y sería cosa de contar otra historia.

La historia que yo quiero contar tiene que ver con una de sus asiduas veladas en lo que ellos llamaban la Casa Punky, un espacio pequeño decorado por toda especie de cuadros, en donde podías apreciar un Kahlo en medio de la Virgen María y un Budha. El departamento tenía una cocina y un baño modestos, y una pequeñísima sala que se separaba de la única habitación que había por una alfombra enorme en la que colgaba un  Ganesh en tonos marrones. En ese espacio se acomodaban Samu, Juanki, Manu, Julito y Giusseppe, los tres primeros con cerca de dos metros de altura y los segundos con poco más de 1.70 mts. pero, al final, eran cinco grandes cuerpos repartidos en una cama, una colchoneta y, el integrante más punky de la Casa Punky: el sofá punky, un sofá cama lleno de quemaduras de cigarro, mecheros y más de una historia de amor. La modesta mansión se encontraba a medio camino de la Roma Sur, pero eso sí, el hashis y la buena onda eran los preceptos básicos de convivencia.

Una de esas noches de charla y porros en la Casa Punky, Samu comenzó su ya típica ronda de preguntas controversiales para dar pie a una conversación un poco acalorada. El cuestionamiento fue: “Del 1 al 10, ¿qué tan nacionalista crees que eres?”. La ronda no tuvo tanto éxito en cuanto a nivel de controversia. Nos limitamos a sugerir las actitudes que implicaba el nacionalismo y a dar un número aproximado sobre un concepto que rebasaba el pensamiento que en ese momento imperaba.

Recuerdo haber demorado mucho antes de enunciar un dudoso número tres. Aún tiempo después lo seguí dudando hasta que, hace un par de días, di con la respuesta (lo sé, soy de pensamiento retardado y eso no es muy útil en las tertulias sociales). Me lo pensé aún tiempo después de que partieron. Pensé en cómo, desde que llegaron, disfrutaban al cantar las canciones de sus bandas españolas favoritas, bailar flamenco, ponerse al tanto del Atlético de Madrid (y del Real, en el caso de Julio) en la Champions y, por supuesto, predecir y discutir las elecciones de su país.

Supuse que la mayoría de ellos había mentido al responder con un número menor a seis a la hora de calificar su sentimiento nacionalista, pues lo español lo llevaban tatuado en la frente y, por supuesto, en el corazón melancólico que echaba de menos un par de circunstancias (en especial el tabaco de liar). En ese momento pensé que resultaba bastante natural de su parte rodearse de todo lo que los había acompañado durante la mayor parte de su vida, en especial durante un viaje largo en el que probablemente extrañarían a su gente, su música, su casa, su familia, su comida y, en suma, lo que hasta ahora había sido su vida.  

Hoy creo que, si regresaran después de viajar durante horas y horas tras haber recorrido cientos de kilómetros para hacerme la misma pregunta, sólo porque no estaban satisfechos con mi primera respuesta, les contestaría que mi sentimiento nacionalista aspira a un perfecto cero.

Creo saber poco o nada de mis verdaderas raíces, las que nos forjaron. No he convivido siquiera con la gente de los pueblos indígenas que alimentó esta tierra y mucho menos conozco gran parte de este territorio que forma parte de aquello a lo que llamo “mi país”. Ni siquiera estoy segura de enorgullecerme hasta el tuétano de una banda de música mexicana al grado de escucharla sin parar cuando llegue a vivir a otro país como ellos hacían con las canciones de Extremoduro, Los Delinqüentes o Jarabe de Palo, en donde más de tres noches seguidas entonamos “La flaca” como si de un himno se tratara. Ni siquiera imagino qué canción sería mi himno mexicano y lo único seguro es que definitivamente no cantaría “La bamba”.

Contestaría que cero porque creo que el nacionalismo es la cosa más necesaria e inútil al mismo tiempo.  Parece natural y hasta ineludible sentir amor por el país en donde naciste y enaltecerte por tu cultura al momento de visitar otros lugares que en nada se parecen al sitio de donde vienes. Pero todo eso me hizo pensar que yo no siento nada de eso por ahora y que no quiero sentirlo nunca.

No quiero ser nacionalista, ni tener una casa, un esposo o un auto. No quiero ningún dogma que me separe de lo que esencialmente me interesa. Creo que el amor a la patria nos ha conducido a alimentar guerras, a ver a otros seres humanos como invasores o enemigos, cuando en realidad todos nuestros corazones laten de la misma forma mientras respiramos de un mismo y único aire.

Creo que el amor desmedido a un lugar nos ata y nos obliga a echar raíces, a no movernos y a nunca intentar volar. Creo en el ideal del amor a la humanidad muy por encima del nacionalismo mientras por nación entendamos un territorio con límites físicos que nos separa, inventándonos barreras que nos impiden crear puentes entre nosotros.  

Creo que tener una casa te limita a un territorio de confort diminuto que se enfoca en bienes materiales en vez de trascender al concepto del hogar, que es aquéllo que va contigo siempre, sin importar dónde estés. 

Creo que un matrimonio es el sello a merced del cual se justifica lo anterior, pero no hay unión más falsa que aquélla que legitima la salvaguarda de la propiedad privada como un ritual al que hay que atender gustosos, una unión monógama que se aferra a preceptos de “amor” caducos que no hacen más que asfixiar lo que alguna vez pudo haber sido auténtico.

Estoy convencida de que este México que hasta ahora conozco alberga una cantidad enorme de riqueza cultural y espiritual, que hay gente buena y trabajadora y un sinfín de cosas que mitigan las plagas que lo han aquejado por décadas, pero también estoy plenamente convencida de que existe un mundo enorme en el que todos deberíamos poder caminar en paz sin vernos como gringos, sudacas, gachupines o inmigrantes, sino como simples seres humanos que transitan por espacios que no nos pertenecen, en una estancia compartida y es que, ¿en qué chingado momento decidimos convertir a un ser humano en legal o ilegal?

Pero claro, ¿qué tanto sentido tiene lo que opina una persona sobre el nacionalismo cuando todos sus argumentos comienzan con un "creo"? En realidad, no me hagan mucho caso.

 Rainbow gathering. Foto: Benoit paille

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