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Encuentro


He vivido las 72 horas más surrealistas que alguna vez se me hayan podido antojar. Tuve mil sensaciones. De las más diversas y locas. Preocupación; tristeza, melancolía, culpa, felicidad, enamoramiento, agradecimiento, inspiración, soledad, plenitud y mil y una más que, al igual que Grenouille, sencillamente no se pueden describir porque, algunas veces, éste y todos los lenguajes nos resultan insuficientes para expresar ese no-sé-qué-que-qué-sé-yo.

Me ocurrieron desde “discusiones” con el chofer del transporte escolar; bromas al jefe de mi área; tristeza profunda licuada con un poco de melancolía y reproche; un peculiar patriotismo resurgido con-tintes de-cambiar-el-mundo (y sino el mundo, al menos sí éste que yo habito: mi mundo); y una soledad tristísima que al poco rato me sentó de lo mejor.

Siempre le he tenido un profundo miedo a estar sola. Me aterra la idea de aventurarme por cualquier paisaje urbano sin más que mi alma. A veces suelo acompañarme de mi voz, ese timbre peculiar que narra mis pensamientos con el volumen necesario para que yo pueda sentir que esto es real. Sin embargo, resulta que hace poco me hicieron notar que no es común que las personas hablen en voz alta para sí mismas, cosa que parece ser acto único y exclusivo de los oficialmente dementes. 

¡Qué va! Yo adoro hablar en voz alta conmigo misma. Me hace sentir que soy varias personas. Tal vez en realidad lo soy, pues no suelo ser la misma de las mañanas buenas que la de la que se para ‘zombilienta’ después de una buena desvelada. No soy igual si soñé lindo que si tuve pesadilla. No soy igual con él que con ella. No amo igual a todos ni charlo por igual con todos. 

Esa es una de las causas y consecuencias por las cuáles mantengo una relación de amor-odio con la soledad. Por un lado me aterra, pues me da miedo descubrir cosas demasiado profundas que tal vez me rehúso a desenterrar; me da miedo encontrarme reprochando a mi yo interior todos sus miedos, sus cobardías, sus errores. 

Y, por el otro lado, está esa faceta que me fascina y embruja, esa soledad que me hace redescubrirme, así sin más, tan yo; esa que me hace saber que puedo disfrutar y temer una noche en el zócalo con la misma intensidad en tan sólo unos cuantos minutos; esa soledad que me transforma en una sombra que deambula por las calles, que observa, que escucha, que se detiene para ver el mundo, que sonríe así porque sí y no tiene que darle explicación alguna a ningún acompañante que, al final, no justificará su sonrisa.

Hoy descubrí ese pequeña burbuja de aire a la puedo huir de vez en cuando, no importa si es para llorar, o gritar o reír, pero podré hacerlo sin dar razón alguna. Así nada más, por el mero placer de sentirme viva.





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