Él va en su búsqueda día con día. La espera en la salida de su oficina, a eso de la seis de la tarde, para que puedan regresar finalmente a casa. Así ha sido los últimos veinticinco años. Apenas sus miradas se cruzaron y ya sabían lo que procedería. Aquél ritual amoroso que suelen hacer al saludarse: unen sus labios de manera intermitente, tal vez un abrazo y, enseguida, se toman de la mano. Comienzan a andar como quien conoce perfectamente su destino y, con paso atinado, ella intenta seguirle el ritmo. Pronto comienzan a intercambiar brevísimos relatos en los que resumen lo más importante de su día, tal vez alguna broma y un comentario furtivo. Suelen sentarse a comer juntos mientras miran el televisor sin cruzar palabra, pero a veces logran cruzar algunas miradas y coincidir a la hora de reír. Cuando queda un poco de energía comienzan a tejer caricias eróticas en la cama. Un par de besos y, recurriendo a otro ritual gastado, harán aquello que solían nombrar amor. A la mañana sig