Él va en su búsqueda día con día. La espera en la salida de su oficina, a eso de la seis de la tarde, para que puedan regresar finalmente a casa. Así ha sido los últimos veinticinco años.
Apenas sus miradas se cruzaron y ya sabían lo que procedería. Aquél ritual amoroso que suelen hacer al saludarse: unen sus labios de manera intermitente, tal vez un abrazo y, enseguida, se toman de la mano.
Comienzan a andar como quien conoce perfectamente su destino y, con paso atinado, ella intenta seguirle el ritmo. Pronto comienzan a intercambiar brevísimos relatos en los que resumen lo más importante de su día, tal vez alguna broma y un comentario furtivo.
Suelen sentarse a comer juntos mientras miran el televisor sin cruzar palabra, pero a veces logran cruzar algunas miradas y coincidir a la hora de reír.
Cuando queda un poco de energía comienzan a tejer caricias eróticas en la cama. Un par de besos y, recurriendo a otro ritual gastado, harán aquello que solían nombrar amor.
A la mañana siguiente, después de saludarse con un beso en la frente y un pálido “Buenos días”, parecen cansados por la rutina. Cada día se ven más tenues, como si hubieran perdido brillo.
Tal vez algún día lleguen a convertirse en tristes sombras bailarinas que choquen dentro del hogar, aún y cuando no puedan verse, aún y cuando se traspasen y ni ellos mismos se den cuenta.
Los mismos discursos se entretejen una y otra vez y, al final, las palabras que solían ser amorosas se han diluido hasta parecer tristes notas muertas, palabras huecas y sinsentido. Inútiles repeticiones de todo lo que antes los convertía en un mismo ser; patéticos intentos por pretender que todo sigue siendo igual.
Al menos quedará el refugio de una cómoda rutina que acune ese amor transformado en el cariño y el agradecimiento que se da a la compañía de otro ser.
Al menos quedará el refugio de una cómoda rutina que acune ese amor transformado en el cariño y el agradecimiento que se da a la compañía de otro ser.
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