¿En
qué momento nos convertimos en fieles aduladores del dinero que dejaron de
creer en el amor? No soy defensora del amor romántico (aunque fantaseé con
algunas aspiraciones de dulce felicidad rosada), pero defiendo el amor como
causa y como la vía más viable para lograr una existencia apacible en donde
reine la tolerancia. La empatía es el primer paso para reconstruir este mundo
que se nos hunde, cada día, un poco más. Pero, ¿cómo sentir empatía por alguien
sino somos capaces de amar lo intangible?
Me
horroriza la gente que le profesa amor y fidelidad a una marca pero es incapaz
de sentir compasión por los pueblos que sufren los estragos de la guerra, las
minorías que son aplastadas y relegadas sin consideración alguna, por ese ex compañero
de clase que vive en una perpetua esclavitud moderna o por esa vecina que siempre
busca sacar plática porque en su casa nadie la escucha.
No
se trata de filosofar acerca de qué es el amor. Se trata de practicarlo como
una lógica humana, desinteresada, basada en un principio muy sencillo: nuestras
acciones repercuten directamente sobre el mundo que nos vio nacer. Es simple.
Así como el odio se propaga, el amor también se multiplica y, carajo, ¡a todos
nos conviene ser felices! Después de todo, eso es lo que todos anhelamos,
entonces, ¿qué nos detiene?, ¿por qué no construimos amores alrededor de
nuestros semejantes?, ¿por qué nos inventamos tantas barreras?, ¿por qué parece
que somos tan diferentes si en el fondo todos somos seres humanos que desean
vivir plenamente?
Todos,
hijos de esta bendita tierra. Luces extraviadas en uno de tantos planetas que
llegarán a extinguirse. El mundo parece gigante y nos han hecho creer que hay
motivos para temer de aquél cuya piel es oscura; juzgar a esa mujer con hijab; denigrar
a aquellos que no han recibido nada de esta sociedad más que explotación y
marginación y enjuiciar a los que piensan diametralmente opuesto a nosotros.
Nos inventamos religiones, razas, aspiraciones, guerras, nacionalismo, himnos,
camisetas de fútbol, banderas… Todo dentro de este inmenso mundo que no es más
que una pequeñez inmersa en un universo lleno de posibilidades, existencias y
energía. ¿Por qué, ante ese hecho, nos siguen separando tantas pequeñeces?
¿Somos
imbéciles?
Día
a día, nos despertamos pensando que somos únicos, especiales y que lograremos
grades cosas. O no. Vivimos en una lucha por llegar a ser reconocidos y por
alcanzar un sinfín de cosas que, al final, nunca llenarán, ni siquiera
remotamente, los vacíos existenciales. Dejamos de creer en el amor porque lo intangible
dejó de ser rentable. Y así vamos por la vida. Exigimos, queremos, anhelamos e
idealizamos el amor. Lo encontramos, lo perdemos, lo arruinamos, lo negamos, lo
extinguimos, lo alejamos. Y fin. Renunciamos. Así de simple. Así de cobardes.
Sabemos
que todo lo que tenemos lo hemos ganado con trabajo, que para dedicarnos a algo
antes debimos aprender ciertas habilidades, desarrollar cierta aptitudes.
Entendemos que para ganar dinero debemos ser buenos haciendo algo. Y, para ser
buenos en algo, debemos investigar, estudiar, conocer, crecer, experimentar y
practicar. Sabiendo todo esto, ¿por qué creemos que el amor es algo que
merecemos sin hacer ningún esfuerzo?, ¿por qué no pensamos que, como todo,
tenemos que aprender a desarrollar esta aptitud?
El
amor se aprende, se construye, se alimenta, cambia, crece, se renueva y
evoluciona. Como nosotros. Como la vida. ¿A qué le tenemos miedo? ¿A salir lastimados? ¿No nos lastima ya el abandono, el egoísmo y la armadura que cargamos día a día? ¿Qué duele más, descubrir que somos seres capaces de dar todo lo bueno o encerrarnos siempre bajo una armadura con llave? ¿Por qué no construir
desde el amor en vez de ceder antes nuestros miedos y ambiciones? ¿Por qué actuamos
como estúpidos? ¡El amor salvará al mundo!
Hay
que echarle huevos y querer un chingo. Querer lo que hacemos. Querer bonito la
vida y lo que ella implica. Querer ser buen pedo, con todos, siempre que nos
sea posible. Escuchemos rock, bailemos cumbias, cantemos metal, discutamos con
rap y fumemos con buen drum o reggae. No tenemos siete vidas para lamentarlo y
aprender. ¡Tiempo no nos sobra!
La
misma energía que destruye es la que crea. La misma energía que nos cuesta
sonreír, nos cuesta enojarnos. ¿Para qué el enfado, la superioridad y los rencores?
¡Que se vayan pronto y que no vuelvan! Que cicatricen como aprendizajes
ancestrales para que aprendamos a ser humanos. Todos hijos del sol y nada más.
Libres y dispuestos a gozar la dicha de venir a este mundo llenando nuestro
entorno con amor por hombres, mujeres, niños y niñas, pieles negras, morenas,
amarillas, rosas, blancas, transparentes, ancianos, gays, heteros… Este mundo
es de mil colores y ahí radica su belleza. Amemos esas diferencias que nos
alimentan y que sólo son evidentes a los ojos, pero invisibles al alma. Amemos,
amemos mucho y esperemos lo mejor de nosotros para y por el mundo. Amemos sin
reservas, sin miedos, sin cadenas y sin mentiras. Amemos la vida, el planeta,
la tierra, nuestra existencia y a quienes nos rodean, a quienes están cerca y a
quienes se han ido. La energía existe. Las vibras no mienten. Vibremos bonito,
alto, y esparzamos una luz de esperanza. Quizá, sólo quizá, podamos
contagiarla y llegar a algo, a alguien o, al menos, volver a nosotros mismos.
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