Dejé atrás las excusas y la autocompasión para rozar el punto más álgido del arcoiris con mi lengua. Aprendí a navegar usando la dirección del viento a mi favor, para mecerme de un segundo a otro, al compás de una buena rola. Mientras fumo un cigarrillo, veo mis temores pasados perderse en cada exhalación. No es una sensación efímera, sino una verdad que retoña: la vida misma, repleta de magia y amor.
Esos dolores siempre han pesado, pero hoy me siento más liviana, plena e ingenuamente esperanzada. Sin más equipaje que un par de sueños en cada bolsillo, me levanté después de haber caído debilitada por lágrimas de añoranza, nostalgia, frustración y tristeza, y logré flotar en un aire impregnado de aromas florales. Los rayos del sol ahuyentaron mis pesares y entendí que no hay que tener miedo, aún cuando parezca que haya mucho que temer.
Sí, existe el mal, pero sólo como antítesis del bien. Está ese camino oscuro por el que todos transitamos o al cual nos aproximamos, pero también está siempre, danzando en lo más profundo de cada alma, una potente luz blanca, ansiosa por irradiar y llenar cada vacío, deseosa de brotar a la superficie convertida en raíces poderosas, libres y airosas por emerger y colmarlo todo.
Creía no saber de qué se trataba el amor, pero hoy siento un cosquilleo que me susurra día con día que ha llegado para vivir y crecer dentro de mí. Se incubó en la profundidad de mi vientre, abriéndose paso entre la tierra mojada: mi semilla estaba húmeda y decidida a crecer. Solté viejos fantasmas y las ideas de antaño sobre lo que creía que era amar. Dilaté mis pupilas, mi olfato, mi lengua y cada poro. Mi cuerpo se llenó de unas ganas impetuosas por abrazar el mundo con el alma, sin titubeos, sin mentiras, sin barreras y sin miedo a fallar. Todos mis sentidos, más atentos que antes, estaban dispuestos a aprehender de nuevo. Me sentí libre, ¡libre de regresar a mí!
Volvió el poder de mi sonrisa y me invadieron los nervios, la emoción y la belleza de poder empezar de nuevo: deconstruirme para volver edificar una nueva yo. Cambié los ladrillos de mi torre sin final por una radiante enredadera que crece por doquier, expandiéndose hasta el horizonte, porque se siente y se sabe infinita.
Comencé a observar un sin fin de lugares, caras y vidas. Me crucé con hechiceras, duendes, brujas, sirenas, guerreras, héroes, compañeros, amigos, hermanos, almas gemelas, amores platónicos, casualidades, errores y pruebas. Todos, todas, alimentándome el corazón.
Ahora lloro y río de felicidad. En mi garganta se alborota ese manojo de bolitas de colores que explotan llenas de recuerdos. Vuelvo a sentirlos. Puedo saborearlos, tocarlos, olerlos. Viven en mí. Todos y cada uno, dentro, convertidos en memorias, cicatrices, lecciones, fotos, canciones, peleas, rupturas, chistes, fogatas, noches estrelladas, coqueteos, complicidad, orgasmos y besos.
Regresé a lo más profundo de mis entrañas. Me cuestioné, me enojé, lloré, aprendí, crecí, me perdoné y empecé a construirme de nuevo. Aprendiendo a volar, cada día. Me reconocí como hace mucho no lo hacía. Más yo que nunca antes. Orgullosa, optimista, segura, amorosa, ingenua, alocada, impulsiva, romántica, burlona. Me abracé y volví a sentirme completa en un instante que arropó mi existencia con una cálida tranquilidad.
Estoy caminando, acercándome un poco más cada día, dispuesta a recorrer muchos senderos.
No tengo labios para besar máscaras, inseguridades, seres temerosos o conquistadores sin ceso.
No tengo un cuerpo para privarle de danzar, correr, volar, nadar, brincar, estirarse, dormir.
No tengo ojos para mirar lentejuelas, cifras, estadísticas, nombres rimbombantes y caras largas.
No tengo tiempo para gente que no sabe amar.
No tengo vida para almas vacías.
Sólo tengo un corazón, ansioso por abrazar cada instante, por descubrir nuevas causas y enfrentar los incesantes deseos que renacen una y otra vez.
Comentarios