Eran más o menos las diez de la noche y yo venía llegando de un evento del trabajo. Fue una pasarela de modas acompañada de un coctel coqueto y relajado. Poco antes de llegar a mi casa sentí muchas ganas de pensar y pensar, en silencio y en voz alta.
Cuando llegué a mi casa tomé un poco de dinero y un abrigo para cubrirme de este frío otoñal que precede al invierno. Caminé un poco contra el viento golpeando mis mejillas en busca de un café y un cigarrillo.
No tenía razón alguna para salir de mi casa y, de hecho, es extraño que lo haga así nada más porque sí pero esta vez sentí ese impulso, un poco tonto quizá, pero mío al fin y al cabo.
A esas horas el parque se había despejado por completo y estaba completamente solo, así que busqué una banca que estuviera libre de desechos verdes de paloma y, cuando la encontré, me instalé en ella, sentada y cruzando mis piernas cual niña de primaria.
Ahí sentada, cobijada por la noche y el frío, me sentí muy libre de hacer y pensar lo que me diera la gana. Me sentí plena y muy consciente de la cualidad efímera de ese momento. Quizá esa fue la razón por la que lo disfruté tanto.
Pensaba que en mi trabajo suelo desear ser alguien más, ser parte de un mundo agitado, con una agenda apretada: una señorita que toma vino y que acude a mil y un citas, una joven ocupadísima y con un futuro brillante lleno de lujos y banalidades.
Muchas veces suelo ser esa porque lo disfruto, porque me dejo deslumbrar por el brillo de los objetos de fantasía, todas esas alhajas que al final se agotan y te dejan vacía.
La realidad es que suelo ser más aquella chica solitaria de la banca del parque. Disfruto mucho más esa soledad llena de preguntas existenciales, de filosofía, de sueños, de locura terrenal.
Sé que puedo comportarme como ambas, porque al final son conductas asiduas en mí, pero la autenticidad de mí ser es esa, ese grito encarcelado en un cuerpo mortal que se rehúsa a conformarse con formalismos, con etiquetas y compromisos.
Mientras fumaba observaba la ceniza de mi cigarrillo evaporarse con el viento y pensaba que, quizá para alguien allá arriba, lejos, en algún lugar, mi vida le parece esa ceniza: momentánea, escurridiza.
Para mí ahora mismo lo es y no pienso dejar que esa ceniza se funda sin sentido. Quiero ser ese cigarrillo en la vida de alguien más y obsequiarle, aunque sea, ese momento de paz y filosofía que aquél me obsequió a mí.
Me rehúso a fundirme en el humo. No quiero ser una dama hipócrita y frígida cuya mayor preocupación es combinar su outfit para lucir al último grito de la moda.
Mi único deseo es convertirme en la pluma que tanto amo: una pluma excitada por escribir mil y un historias sinsentido para otros, algunas veces, pero plena y orgullosa de ser pluma creadora.
Quiero estar tan loca hasta llegar al punto de que, al final, no se me ocurra ninguna estupidez que no haya hecho ya en tiempo pasado. Quiero ser todas las yo que pueda llegar a ser. Nunca estatua, nunca máscara, nunca humo.
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Saludos.