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Cuento de una noche


No puedo dormir. Apenas logro cerrar los ojos y mis pupilas se esfuerzan pérfidamente para ver a través de mis párpados para así encontrarse con la opacidad de mi habitación. A estas horas parece otro sitio. Uno más interesante que el insípido cuarto color mamey y lleno de motivos cursis tan característicos de mí.

Lo noche le sienta bien. El halo de luz que se infiltra por la ventana apenas logra rozar la esquina del escritorio para terminar moribundo en el piso recién encerado. Parece un jovencito, puberto y ávido de ver las piernas de las niñas bajo esas faldas de colegialas y que, por pena, apenas se atreve a mirar de reojo. 

Es un ladronzuelo que me roba la oscuridad de la noche. Esa noche que usualmente me promete paz, sueños, pesadillas, o cualquier otra especie de mutación onírica similar. Estoy tendida hacia arriba, con los brazos extendidos sobre mi cabeza, extravagantemente extendida, como si alguien fuera a sacrificarme. 

He de llevar poco más de una hora en esta ridícula postura. Es extraño. Normalmente duermo con facilidad, me basta con pegar la cara a la almohada para introducirme en la antesala preparatoria del tan codiciado Morfeo.

Usualmente la lectura prepara mi mente por las noches, para dejar en ella confeccionando el último capítulo, para recrearlo en mis sueños y sentirme parte de la novela en cuestión. A veces yo misma soy la protagonista.

Por eso amo las letras. También amo las películas y la música, pero las letras… Son tan pequeñas por sí solas. Una letra sola luce débil. Una letra perdida en el papel puede resultar insignificante y, de pronto, cuando habita en todas esas combinaciones de palabras es grande, es inmensa, es maravillosa. 

La palabra subestimada es un arma poderosa. La palabra puede agredir, ofender, herir, desafiar, mandar, elogiar, maravillar, conmover... La palabra puede hacer soñar.

Irónicamente me quedo pensando en todo esto mientras no concilio el sueño, conteniendo dentro de mí unas inmensas ganas de levantarme para tomar papel y pluma. No entiendo muy bien la razón, pero decido quedarme ahí. No me importa si me tomará dos o mil horas poder dormir. Quizá sea que me he enamorado. Quizá, ese instante me cautiva, me embruja.

Son alrededor de las doce de la noche. Hay silencio, pero no absoluto, aún se escuchan suaves murmullos, susurros del viento, alguno que otro auto en la avenida. Abunda la oscuridad, pero no por completo, pues aquél ladroncillo relumbrante desnuda parte del escritorio dejando al descubierto su piel blancuzca; también deja ver las siluetas de los demás muebles. No estoy despierta pero tampoco dormida.

Es como si mi cuerpo y mi alma fueran dos entes, independientes y opuestos. Intolerante el alma activa que desea desprenderse, pasear y escribir alguna pícara historia; intolerante para con el cuerpo pasivo que apela por el sueño, por la tibieza de la cama que lo arropa y lo acaricia. Me pregunto quién soy, y qué debo hacer si logran desprenderse, si la pareja elegida se separa algún día. Acaso seré la misma en dos sitios distintos, omnipresente en ambos o, escindida en dos, me hallaré irremediablemente extinta. Es algo muy parecido a la muerte, o al menos al imaginario que me he creado sobre la muerte.

Estoy sin estar, sintiendo quizá, o simplemente percibiendo los residuos de la “lucidez” diaria que, poco a poco, se diluye para abandonarme a mi suerte, a un mundo mental en donde hay cabida para cualquier abominación, e igualmente asequible para cualquier quimera.

Mis párpados traicioneros vuelven poco a poco al llamado de la mente y, una vez más, soy una misma: alma y cuerpo, cuerpo y alma. Me esfuerzo por concretar mi sueño complaciendo a ambos miembros de tan maravillosa dualidad humana y elijo ocho letras. Ocho magníficas letras acomodadas en un eje sintagmático de sobra ordinario: CONTINUARÁ …

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