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SIRENA

Desde lejos se apreciaba un punto rojo, ínfimo pero intenso. Se acercaba más y más con paso calmado y elegante. Al principio sólo se vislumbraba una figurilla esbelta y delicada, una silueta poseedora de una espléndida cabellera escarlata. Rizos escarlata que enriquecían la beldad más prodigiosa que hubiera imaginado. 

Se aproximaba hacia mí, despacio pero con cierto ritmo implacable. Me dio la impresión de que en ese momento nada la hubiera podido detener en su camino. Parecía que danzaba, que fluía o que quizá flotaba livianamente con el aire. Su paso etéreo era imperceptible a la vista humana, era como un espíritu de luz, un alma resucitada en el más exquisito estado de paz, un ente que regresaba de algún paraíso terrenal porque aún tenía una cuenta pendiente en el mundo de los vivos. 

Pronto sentí su ineludible proximidad. A unos cuántos metros su silueta entera salió del difuminado espumoso que la envolvía y, los rasgos que apenas revelaban su belleza, pasaron a erigirse como los trazos mejor perfilados. Al fin las tenues líneas que esbozaban la hermosura de aquella mujer se delinearon ávidamente para mostrar el rostro más puro que haya contemplado jamás. 

Cuando estuvo frente a mí, ladeó graciosamente su cabeza y de pronto, y sin razón alguna, sonrió. Sí, sonrió, sin motivo, sin conocerme, sin haberme visto jamás. Y ahí estaba yo parado como un perfecto imbécil, como la presa frágil y débil que caía en las redes de su depredador. Ahí, de pie, me rendía ante su delicado encanto, ante su sublime belleza. No sabía muy bien qué era lo que pasaba, pero ella seguía sonriendo.

De pronto me preció que jugaba. Su sonrisa se convirtió en una carcajada que, de no haber venido de ella, habría pensado que era una sonrisa malévola, una burla feroz, un descaro indigno de semejante criatura. Así aconteció por varios minutos, quizás horas o días. Para ese momento yo había perdido la cuenta del tiempo. 

Le rogué que se detuviera, y deseé con todas mis fuerzas que dejara de reírse. Sentí que se burlaba, sentí que se reía insolentemente de mí, de mi vergonzosa incapacidad para abordarla, y de mi absoluta y ridícula imposibilidad de poseerla.

Luego se alejó, con la misma gracia con la que minutos antes había llegado a mí, se alejó. No me dio la espalda, simplemente retrocedía, paso a paso, un poco más atrás, un poco más lejos de mí. Y yo, ahí, absolutamente perplejo, sin poder mover un dedo, sin poder tomarle las manos fuertemente para después terminar arrancándole la ropa.

Ella se sabía superior a mí, sentía el dominio que tenía sobre mi voluntad y la idea le divertía, misma idea que me repugnaba, pues en ese instante dejé de ser un hombre para convertirme en una estampilla cualquiera, un remedo de títere que se usa sólo para jugar. La idea me provocó lastima por mí mismo.

Cuando al fin estaba a punto de volver a convertirse en ese ínfimo punto escarlata, se quedó ahí, petrificada, y la sonrisa que minutos antes le resultaba incontenible, había cedido. Se había convertido en una muñequita temerosa y frágil. 

Fue entonces cuando advertí lo que tenía que hacer. Me bastaron unos segundos para alcanzarla y, cuando al fin estuve ahí, frente a ella, me dieron unas inmensas ganas de reírme y de mostrarle cuán viril era aquél hombre del que se había burlado despiadadamente. 

Su rostro paralizado me impedía provocarle daño alguno, y no quise hacer nada más que abrazarla fuertemente, y besarle los ojos y las mejillas rosadas. Yo no quise hacer nada menos que amarla, cada minuto y durante toda mi vida, pero yo no podía amar a una mujer así. Yo no podía amar a una mujer que no fuera la mujer débil que engrandecía mi vigor. No podía amar a una mujer que lejos de convertirme en su protector, me convertía en su presa. Así que no pude hacer menos que sujetarle el cuello fuertemente mientras le susurraba al oído cuán necesitado estaba de escuchar sus súplicas, su necesidad de mí, de mi hombría, de mi amor.

Tenía el impetuoso deseo de que, en su vulnerabilidad, fuera capaz de implorarme piedad y, después, en su fragilidad de hembra sometida, suplicara por mí, mendigando un poco de protección y amor. Segundos después - o quizá años después - ese deseo torrencial se desvaneció con su último aliento… su último aliento de vida, aún después del cual se atrevió a esbozar su última sonrisa. 





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