Hoy tuve una de esas noches solitarias en las que el tiempo cobra la forma de un cigarrillo para consumirse lentamente en mis labios. Suelo disfrutar en demasía el aire frío que precede al invierno. Se me figura un viento nostálgico, un huésped que se convierte en anfitrión y nos brinda un momento con nosotros mismos.
Unas cuadras antes de llegar a casa, ese viento se precipitó contra mi rostro y me instó a detenerme un momento. Sin tomarme un segundo para pensarlo, entré a la cafetería, compré un café y un par de cigarros. Caminé muy poco, sólo lo que me requirió para hallar un sitio en donde sentarme.
Una vez instalada, y después de haber encontrado la posición más cómoda para mis piernas, encendí uno de los cigarrillos y fijé mi mirada en un punto más o menos lejano. Ahí, sentada y a la media luz de una luna menguada, pensaba en la inmensidad y en la nada, en el infinito, en el tiempo, ese tiempo que es de todos y que no se encuentra en nadie, ese tiempo que es uno mismo para el mundo entero y a la vez ocurre diferente para cada ser.
Pensé en ese tiempo libre de existencia, ese que está sin estar, ahí y para siempre. Yo estaba parada justo en el lado opuesto, en la existencia material que le da la vida a los seres humanos y que, por ende, es efímera. Me rehusé a tal idea y decidí plasmar ese instante, dibujarlo en algún lugar del mundo para que perdurara por siempre cual tesoro escondido. De pronto me descubrí contenida en una pausa que mi mente eternizaría, y a la par una acción fugaz que pronto llegaría a su fin.
En medio de esa existencia dual, entre la plenitud y el vacío, me sentí un poco aturdida, extraviada en una emoción que distaba de ser alegría o tristeza, una sensación que no me pertenecía a mí, sino al tiempo, al mundo y a la vida. Pensé que me había fundido con el viento, que éramos uno mismo y a la vez todos y nadie, una ráfaga que se escapa para permanecer vagabunda, pero siempre libre.
Estaba tan absorta en esos pensamientos enmarañados que no me había percatado de que, debajo de la banca en la que me encontraba, había unas migajas de pan esparcidas, rastros de un buen samaritano que gusta de alimentar a las aves que otros han olvidado. Al lugar llegó un perro de pelos dorados, de cara simpática y rabo amigable. Husmeó entre las migajas y terminó por colocar su lengua a un centímetro de mi pierna. Se quedó mirándome fijamente y ladeó su cabeza. La escena debió durar apenas unos segundos pues su “dueña” (odio ese término porque el ser dueño de algo necesariamente implica poseer algo, un ‘algo’ que por lo regular es un ‘alguien’) fue por él, sujetó su correa y se lo llevó.
La oportuna intervención de mi ligue canino me hizo darme cuenta de que era hora de ir a casa, pues el café y el cigarro se habían terminado, como todo en la vida termina por llegar a su fin, incluyendo ese momento. De regreso a casa sonreí estúpida pero discretamente, y me sentí sumamente afortunada por haber podido vivir aquella historia taciturna, un único e irrepetible momento solitario y perdido. Un momento conmigo y nada más, con mis pensamientos revoloteando por doquier. Algo muy parecido a la libertad.
Comentarios
Si es que llegas a leer esto algún día me gustaría que te enteraras que en su momento fuiste importante para mi.
¿Qué sucedió? no lo se, tal vez no era el momento ni lo capaz para hacer que te fijaras en mi...
¿Quién soy? que importa, puede que sea cobarde ó simplemente sea miedo, miedo a que se pierda esa magia al saber quien escribió esto.
Aun te recuerdo, no se por que, así como no puedo explicar otras cosas, pero lo que si se es que quería que lo supieras.
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