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Memoria de mis mascotas tristes.


Advertencia: esta es una historia absurda que te robará el corazón, o bien, sólo te quitará el tiempo

Su nombre era Betina, estaba loca y era de mis mejores amigas cuando yo tenía ocho años. Betina era amante de los animales. Vivía con su padre, sus hámsters, su gato y una enorme pecera llena de renacuajos a los que había rescatado de algún charco perdido. Además de escapar en bicicleta de los chicos que eran mayores que nosotras, y que nos perseguían ociosamente, nos divertíamos tocando timbres, rescatando lagartijas y jugando con sus mascotas. Todo era perfecto hasta que su papá consiguió un empleo en Guadalajara y Betina tuvo que partir. Así fue como mi amiga se fue, dejándome el recuerdo de nuestras pueriles aventuras y una semilla que había sembrado en mí el amor hacia los animales. Aún recuerdo cuando llevábamos flores a la tumba de su conejo muerto un año atrás.  

De esta manera comenzaron mis intentos por obtener una mascota. Mi primera experiencia fue con una perrita que mi tío había llevado para mí. Apenas logró permanecer una semana conmigo debido a mis múltiples alergias porque, he de confesar que, aunque ahora luzco como una mujer fuerte, atlética y muy saludable, de pequeña era una chiquilla achacosa y enfermiza que la pasaba hospitalizada, entre vacunas y tratamientos. Pero como el tema de esta historia no es mi triste y penosa infancia enfermiza, les hablaré de aquella terrorífica historia en otro momento. Volviendo al punto… La perrita sólo logró estar conmigo cerca de dos semanas. A su partida me puse un poco triste, pero no demasiado pues, con tan poco tiempo, no había logrado encariñarme aún, y ni tiempo me dio de saber realmente lo que significaba tener una mascota.  

Un par de meses después, en un feliz recorrido por el parque con mis primos, quienes venían de visita directamente desde las lejanas tierras poblanas, me enamoré perdidamente de un minino de manchas color café que regalaban en aquél parque. Mis primos también recogieron a una gatita blanca que se encontraba en la misma caja de cartón que anunciaba: “se regalan gatitos”. Los llevamos a casa y fuimos felices por unas cuantas horas. Al final, el gatito corrió con la misma suerte que la perrita que había despertado mis alergias.

Meses después llegó a casa un perico, que era más de mi madre que mío. Y aunque me causaba mucha gracia su peculiar forma de repetir los chistoretes que le enseñábamos, su constante permanencia dentro de la jaula causaba en mi una frustración que hasta ahora comprendo. En realidad nunca me han gustado las jaulas y, hasta ahora lo sé, detesto ver a un ave enjaulada. Además, no era mi mascota, era la mascota de mi dulce madre. El final de este pequeño amigo fue menos afortunado, pues se lastimó con una lámina que salió de la jaula y, aunque hicimos muchos intentos para que se salvara, nunca pudo recuperarse.

Superado el lamentable incidente,  un buen día mi tío (sí, el mismo tío que me regaló la perrita) decidió comprarme una tortuga. Pequeñita y aburrida toda ella. Y es que, sin ánimo de ofender a las tortugas, no era una buena mascota para una niña que no tenía hermanos y que buscaba con ansías divertirse cuando sus amigos de la cuadra no podían salir a jugar. La pobre tortuga duró poco más de cuatro meses y nunca supe la fecha exacta en la que partió de este mundo. Siempre olió mal y, gracias a mis irresponsables descuidos, la pobre murió sola y en total abandono,  pues fue hasta que su hedor se me hizo más molesto de lo usual cuando noté que, aunque le alcanzara el caparazón con una varita, su cabeza permanecía completamente inmóvil.

Años después vinieron unos peces, desafortunado obsequio de un novio adolescente. Y digo desafortunado no solo por el error enorme que fue aquél “galán” en cuestión, sino porque los pobres apenas si me duraron unos cuántos días.

Así pasaron los años y fue hasta mis veintidós veranos locamente vividos que decidí adoptar un cachorro. Ridículo, sí. Siempre he sido ridículamente adolescente, pero esta vez mi infantil capricho devino en un hermoso regalo de nombre “Coco corazón de melón cola de dragón”. El nombre no es broma. Tampoco es de a gratis. 


"Coco", porque iba comiendo un coco cuando recibí la noticia de que mi solicitud de adopción había sido aceptada, por lo que me lo entregarían en un lapso de dos semanas, y como el peludo era blanco pues,  ¿por qué no?; "corazón de melón" porque el condenado es dulce como él solo. Basta mirarle esos hermosos ojos miel para querer conseguirle un hueso de dinosaurio para él solito. Y ¿cola de dragón? Bueno, eso podrán mirarlo ustedes mismos, algún día, quizá. El pobre demonio tiene una enorme cola que no va acorde con su peso, pero que le da un toque de singular gracia.  Y así va por la vida contoneando su trasero y su hermosa cola de dragón.

Coco es, al fin, la mascota que siempre deseé tener. Me persigue a todos lados, juega conmigo, se esconde bajo mi cama cuando lo regaño y ladea su cabeza sobre mis piernas cuando quiere que lo acaricie (lo cual ocurre todo el tiempo). Cuando lo veo jugar con su conejo de peluche, o pelear con su pelota roja toda picoteada por sus colmillos, sé que es él el perrito perfecto. Ahora comprendo que era cosa de esperar el momento, porque es ahora que tengo la edad, la responsabilidad y el amor que una mascota necesita. Lo sé ahorita, justo en este instante que escucho sus ronquidos y sé que estaremos bien y juntos, pero nunca revueltos. O sí.

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