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Emma

- ¿Es que no sabe usted que hay almas constantemente atormentadas? Necesitan sucesivaente el enseuño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furiosos, y así se lanzan a toda suerte de fantasías, de locuras". 
Madame Bovary.

No había persona alguna en todo Yonville que siquiera sospechara el peso que cargaba aquella alma desbordante. De una delicadeza singular, elegante incluso en sus más íntimas maneras, resuelta y absolutamente encantadora. Ahí estaba Emma, sentada en el pequeño taburete rosado que daba frente a su refinado tocador tallado en madera recién barnizada.

Solía tomarse un par de horas frente al espejo para reprocharse aquella terrible condición de abandono interno. Empezaba por observar las nuevas marcas que aparecían sobre su rostro como evidencia del tormento al que había sido sometida. No importaba lo natural de su sonrisa, siempre terminaban por delatarle. Después recordaba su felicidad más pura. Los años en los que había sido joven, esos años que no regresaban por más que ella se aferrara a los cuidados y las delicadezas más exhaustivas. Lo hacía todo. Nada funcionaba. Después, era inevitable caer en los recuerdos de los amores que le habían profanado el alma. Esos amores adúlteros que le habían quebrado las esperanzas. Se había enamorado del amor más que de sus amantes. 

Mujer bajo un parasol japonés. Ludwig Kichner.
Se había enamorado del ideal que se había construido acerca del amor, pero éste era tan precioso e inalcanzable, que el simple deseo de haber querido igualarlo le provocaba un profundo repudio hacia sí misma. 

Había perdido esa esperanza sobre la cual había erigido su propio mundo. Ese mundo de mujer relegado a los quehaceres más mundanos y superfluos. Nada era suficiente y todo parecía tan desposeído de sentido que no hacía más que sujetarse a las escasas ganas que tenía por vivir. 

No había a quien culpar. Aunque se aferrara por odiar a su esposo, aquél pobre diablo que se desvivía por procurarle hasta el más mínimo capricho, no podía sentir más que pena por la condición endeble en la que éste se encontraba sumergido. Ella era su razón, su guía, su vida. Su amor. Ella en cambio no podía siquiera mirarle. Su sola presencia le enfermaba. Inventaba un sinfín de pretextos para evadirlo y, sin importar qué tan absurdo fuera, él terminaba por acceder. 

Ni siquiera su pequeña hija resultaba ser una razón que le diera sentido a su pálida existencia. Apenas recordaba que le tenía. El instinto materno no era una virtud que poseyera. Lo había hecho más por una inercia que respondía a una complacencia social más que por la ilusión de ser madre. Miraba a las demás esposas abnegadas, y madres dedicarse por completo al cuidado de sus hijos y la imagen le provocaba cierta gracia. No veía en tales escenas nada espectacular ni inspirador. Por el contrario, repelía estar a merced del cuidado de otro ser al que apenas podía creer que emanara de su ser mismo. 

El matrimonio había terminado por parecerle la mentira más funesta. La cotidianidad de las caricias ensayadas le enfermaba. La voluntad de su marido, a merced de sus deseos, le parecía repugnante. Se quejaba del engaño en el que se había visto envuelta. 

En su desesperación, había buscado en el adulterio aquella llama de amor desbordante en el que tanto tiempo había creído. Nada. Todo había sido en vano. Sus múltiples amantes habían desfilado con un sinfín de palabras huecas. Le habían proferido tantos hermosos poemas que ahora encontraba en la poesía las más alta injuria al amor, ese amor en el que ella había creído ciegamente. Estúpidamente. 

Acaso era Emma el fantasma de una mujer que había depositado la razón de su vida en lo único en lo que una mujer podía depositar su existencia: el amor de un hombre. No le había sido suficiente. Ningún hombre había sido capaz de llenarle el alma. Ningún hombre se había entregado a ella con esa pasión feroz con la que había soñado. Ningún hombre le había mostrado el mundo, ni le había tomado de la mano para llevar a cabo las hazañas más descabelladas. 

Y ahí estaba Emma. Mirándose frente al espejo. Lánguida y envejecida por la desilusión perpetua que le había causado el desamor. Perdida la mirada en el deseo más extenuante para morir en un ínfimo punto de amor frustrado. Sin hallar respuestas. Sin hallar al verdadero culpable de su desgracia. 

Había algo que no le dejaba respirar. Un peso tan grande que le oprimía el alma. Le faltaba el aire. Le faltaban las ganas. Pero ¿qué podía hacer aquella pobre mujer que no había hecho más que dedicarse a ser mujer? Qué podía hacer un alma en pena que no había hecho más que proyectar sus ilusiones en amores fallidos… 

Ahí estaba Emma. Rodeada de la más exquisita concupiscencia, de los más exquisitos placeres. Una vez terminado el ritual, se dirigió a su pequeña mesita, sobre la cual se encontraba un baúl en el cual atesoraba sus objetos más valiosos. Depositó dentro de él una carta a la que ni siquiera se había tomado la molestia de quitarle el sello. Lo cerró con candado. Meditabunda, sostuvo la llave por unos momentos, luego echó a andar. 

Salió de su habitación, bajó las escaleras cuidadosamente, como si alguien la esperara para verla bajar. Por fin salió al jardín, y depositó de uno de los macetones aquella pequeña llave, guardiana de sus más atesorados recuerdos. Aquella llave que atesoraba su vida ahora que todos los personajes, los discursos y escenarios de años pasados parecían tan lejanos, tan ajenos. Era esa llave acaso lo único que le hacía creer que era ella y no alguien más la protagonista de su historia. De sus múltiples amoríos. Dio media vuelta, suspiró. Esbozó una sonrisa y una extraña motivación dibujó en sus labios una sonrisa casi maligna.

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