Apenas escupe un grito ahogado,
y le succiona los esquicios
de un par de sueños pueriles.
Le ha desdibujado la falsa sonrisa,
desnundado la gélida careta
que había imitado en el tortuoso
vacío de la
multitud.
No es una falla en la retención
de aquellos trozos de añoranza,
ni autismo o melancolía,
sino abulia; náusea, hastío.
Lo asfixia la bruma de la superficie
impregnada en un hedor terrenal,
y coronada con el frenesí del caos.
Luces, ruido y multitudes.
A lo alto flota una negrura espesa
que le nubla los sentidos,
ennegreciendo su intuición,
y distorsionando su raciocinio.
y distorsionando su raciocinio.
Infame felicidad superflua
que se vanagloria entre banderas
y patriotismos huecos.
Bendita ignorancia entonces.
Es el peso del
universo
sobre el hombrecillo de barro,
sosteniéndose sobre su costilla,
flaqueando, sobreviviendo.
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