Detesto comprar zapatos. Empiezo a aborrecer la acción desde
el momento en el que caigo en cuenta de que los pocos pares que tengo se
encuentran ya en un estado penoso o poco presentable para ocasiones poco
importantes en fondo pero muy quisquillosas en forma. La sola idea de ir a la
zapatería produce en mí una inquietud modestamente perturbadora.
Muy holgados; demasiado justos; el izquierdo está bien pero
el derecho me aprieta; muy altos, muy picudos, muy anchos ¡A la mierda, me
llevo estos! Y no importa cuánto me esfuerce en apresurar tal ritual porque
siempre regresaré a la tienda una semana después para cambiarlos por otro
número.
Si le hubiera contado este mal hábito a mi psicóloga seguramente
me habría explicado las consecuencias perversas que se incubaron durante mi
niñez para provocarme esta conducta que hoy claramente refleja un trauma.
Trauma cuyo fundamento ignoro y cuyas consecuencias hoy sufro. Pero no se lo
conté y eso no importa demasiado.
En realidad esta historia tampoco importa mucho y ahora
parece que la hice con las patas. Pero con unas patas muy humildes y bondadosas
que gustan de andar descalzas, sintiendo el frescor del parquet desgastado.
Unos piececillos autistas que nada saben del mundo pero que gustan de bailotear
cada que encuentran oportunidad. Desenfadados desde el talón hasta la punta de
la uña más larga, pero amorosos con las notas que los incitan, que los abrazan
y los deleitan en una danza fortuita.
Tal vez nunca encuentre los zapatos adecuados para este par
de locos porque ellos aún esperan que aprenda a volar. O tal vez sólo soy
demasiado indecisa. Sobra decir que no soporto los tacones, lo cual me
reconforta pues, si algún día salgo corriendo de una fiesta antes de las doce,
no esperaré a ningún príncipe que vaya tras de mí para decirme que se ha caído
una de mis zapatillas. Y, si eso pasara, correré descalza y libre para poder
danzar sobre la hierba antes que regresar a probar suerte en aquélla larga fila
de princesas entorpecidas por sus tacones.
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