¡Vaya
mala suerte! No podía pensar en otra cosa más que en lo desafortunada que era.
Dios me odiaba y quería que el mensaje me llegara fuerte y claro. Y lo había
logrado. Se acercaba el 16 de septiembre, lo que en este país se traduce en un
enorme: “Hoy hay fiesta y VIVA MÉXICO CABRONES” (no importa si nos estamos
cayendo a pedazos), así que me pareció buena idea aprovechar el puente y tomar unos días extra para darme una escapada.
Robin y yo queríamos un lugar tranquilo
para descansar y rockear a gusto. Nos decidimos por Playa Paraíso. Salimos un
jueves a eso de las ocho de la noche. Nos fuimos en el auto
de Robin. Nos cargamos de todo lo que necesitábamos: tanque lleno, buena música
y mucho café.
Hicimos escala en Taxco. Llegamos
sin saber que los caminos de aquél pueblo conducían a la cima del mismo
infierno. Callejuelas ridículamente estrechas, de doble sentido, y en picada.
Exploramos hasta llegar a una calle tan empinada que poco le faltaba para
formar un ángulo recto. Las llantas derraparon un poco, chillando un temeroso
“ni madres, yo aquí no me subo”.
Y así fuimos de bajada, a hacerle
caso al carro consentido y citadino, tan acostumbrado al enorme estacionamiento
en que se ha convertido nuestra Ciudad de México. Ya abajo encontramos un hotel
modesto, pero con una cama amplia y amigable, y como eso era lo realmente
importante, nos quedamos.
Dormimos. O no. Despertamos, nos
acicalamos un poco y salimos con nuestra cara de turistas perdidos. A dos
cuadras de sus casas, pero turistas al fin y al cabo. Tomamos un taxi para que
Suzuki descansara un poco. Dimos un recorrido breve porque la estrechez de las
calles nos provocó sentidos – mas no sentimientos- encontrados.
Vimos un par de puestos que ofrecían
apetitosos sopecitos de chicharrón, tinga, y quién sabe cuántas cosas más; con
su cremita, su lechuguita y su queso. Pero decidimos sentarnos en el puestecito
solitario que sólo tenía ardientes tlacoyos de frijol y de haba, sin crema, ni
lechuguita ni queso. Ni cambio, porque la señora no había vendido nada más en
todo el día.
Regresamos al hotel por Suzuki y,
ahora sí, directo a Paraíso Escondido. Al fin llegamos. Gracias a la ayuda de
Mr. GPS Robin logró dar con nuestro destino, porque su copiloto (para
servirle a usted y a Dios), nomás no da una ni con la Guía Roji, ni con los
señalamientos, ni con Mr. GPS.
Seguimos por la federal
Acapulco-Ixtapa. Llegamos al pueblo Los Arenales, y luego atravesamos el pueblo
Hacienda de Cabañas. Antes de llegar a la playa llegamos a un muelle, en donde tuvimos
que dejar encargado a Suzuki para poder atravesar la laguna en lancha y así
llegar por fin a Playa Paraíso, en donde fuimos recibidos con una enérgica
lluvia.
Atravesamos el río en la lancha del
Topo, quien nos llevó a la enramada de su hermana Cruz. Rey, el esposo de Cruz,
nos dio la bienvenida. Instalamos nuestra casa de campaña en una franja de
arena situada entre el río y el mar. Parecía lo suficientemente amplia como
para mantenernos a salvo. Comimos, caminamos un rato por la playa, saludamos a
dos chicos que iban a acompañados de una chava, y que tenían pinta de hippies;
regresamos a casa. Seguía lloviendo. Cenamos y nos fuimos a meter a la casa de
campaña para cansarnos un rato y dormir mejor.
Nos cansamos, pero no logramos dormir durante toda la noche porque el
viento, la lluvia y la juguetona de Pelusa (que era la mascota de Cruz), se
pusieron de acuerdo para mantenernos despiertos. El viento amenazaba nuestro
hogar, a la par, la lluvia arreciaba más y más, y Pelusa no desistió ni un
momento en sus múltiples intentos por meterse en nuestra casa de campaña (cosa
que no logró… al menos no esa noche). Al fin dormimos un rato.
A las siete y media de la mañana nos despertó el canto de los gallos de doña Cruz.
Seguía lloviendo. Desayunamos y, desalentados por la lluvia, caminamos un poco.
Se nos ocurrió que sería bueno irnos a Acapulco, pero Cruz nos interceptó con
su delicioso pescado a la talla y unas cuantas chelas, a lo que no pudimos
decir que no. Dijeron que eran épocas de lluvia pero que, seguramente, al día
siguiente haría buen tiempo. Nos quedamos una noche más.
Caminamos, nos besamos, y nos viajamos un rato, quizá todo el día. Regresamos a
cenar, sacamos a Pelusa de nuestra casa. Intentamos dormir, cuando entonces
ocurrió un gran ¡DEJA VU! Viento golpeando, lluvia intenseando, y Pelusa
intentando entrar; viento, lluvia, Pelusa; viento, lluvia, Pelusa. ¡Kikirikí!
Seguía lloviendo. Recogimos nuestras cosas decididos a salir de Playa Paraíso
(ja, já).El río había crecido mucho, y las olas se acercaban cada vez más, por
lo que la franja de arena en donde acampábamos se redujo casi hasta la mitad.
Le pedimos a Rey que nos cruzara la
laguna para dejar nuestras cosas en el auto, quien esperaba impaciente por
nosotros en el muelle. Nos despedimos de Cruz, de Nando (su hijo), de Pelusa y
de los hippies. Cruzamos y emprendimos la huida. Al subir al auto llegó un
vehículo militar que nos dijo que no podríamos regresar a Hacienda de Cabañas
porque estaba inundado y el carro no lograría pasar. Decidimos ir a echar un
vistazo.
Nos movimos a un hotel cercano al muelle, el único en la zona. No teníamos
señal, luz, ni comida, pero había una cama amigable (aunque menos que la
anterior) y, además, no había gallos. Don Andrés, el encargado del hotel, nos
contó que la cosa en el pueblo estaba fea, pero decidimos creer que la edad lo
hacía exagerar.
Regresamos a la playa, comimos, bebimos cerveza y charlamos con los hippies
que, para ese entonces, ya se habían mudado cinco veces. Habían pasado muy mala
noche y su casa de campaña se había inundado. Tania (la menos hippie de los
tres), nos dijo que, poco antes de llegar a Paraíso, había recibido un mensaje
de su padre, quien era piloto aviador, en donde decía que una tormenta tropical
iba por donde nosotros (e iba muy en serio). Comenzamos a sospechar que la
situación era un poco delicada. Robin los invitó a quedarse en el hotel, pues aún quedaba un cuarto disponible.
Dijeron que sí. Mientras los esperábamos para cruzar pedimos más cerveza,
fumamos un rato y nos fuimos a la playa a jugar con Pelusa.
Regresamos al hotel. Teníamos poco dinero y los rumores eran poco alentadores. Nos
refugiamos en el hotel casi todo el resto de la tarde. Esperábamos que las cosas
mejoraran. Nada. Dormíamos y despertábamos de manera intermitente. Seguía
lloviendo. Cobramos conciencia de que las cosas no se arreglarían solas, por lo
que teníamos que salir a hacer algo.
Lo platicamos. Era domingo y para el martes ya teníamos que estar de vuelta en
el D.F. Resultaba imposible salir con el auto, pues tendríamos que esperar a
que el nivel del agua bajara, lo que parecía poco factible considerando que la
lluvia no cedía. Decidimos esperar a que regresaran los militares para cruzar
en su vehículo los pueblos que estaban inundados y así llegar a la carretera.
Ahí pediríamos ray hacia a Acapulco y podríamos sacar dinero de algún cajero.
Abordaríamos un autobús o un avión y regresaríamos a casa sin más. Estaba decidido.
Salimos a indagar a qué hora volverían a pasar los militares, pero nos dijeron
que ya no regresarían. Que el pueblo estaba inundado (ajá), que dos puentes del
pueblo se habían caído (ajá), pero que también se había desbordado el río de
Coyuca, por lo que a eso se sumaba otro puente roto y más grande que los
anteriores; con esto, ya ni siquiera los vehículos militares podían cruzar
(¡¿Qué, qué?!).
Regresamos al hotel, buscamos a Tania, Moti y Berni con la
esperanza de escuchar algo más alivianado. Nos dijeron que la carretera del sol
también estaba dañada, por lo que los caminos tardarían semanas en ser
reconstruidos. Ellos pensaban dejar su auto e irse a pie en cuanto cesara
la lluvia.
Regresamos a nuestra habitación un
poco ofuscados, nos acostamos boca arriba, mirando al techo y sin decir palabra
alguna. Fumamos un poco y nos pusimos a empacar. Dejamos todo lo innecesario, lo
que no podía mojarse y a Suzuki. Nos iríamos caminando en cuanto dejara de
llover.
Fuimos al muelle para cruzar a la playa en busca de comida. Esperamos largo
rato. Nada. La gasolina se había acabado y ya sólo quedaban un par de lancheros
que aún te cruzaban. Chiflamos, gritamos, volvimos a chiflar. Unos alemanes se
nos unieron a la chifladera porque necesitaban regresar a la playa por sus
cosas. Un lanchero se acercó en cuanto escuchó a los alemanes. Nos pegamos a
ellos para cruzar.
Encontramos
a Cruz en otra enramada, porque la de ellos ya estaba toda inundada. Le
explicamos que ya no teníamos dinero, y que debíamos regresar cuanto antes. Intentó
calmarnos y nos ofreció un caldito de pollo y un poco de atole, que era lo que
ellos estaban comiendo en ese momento. Mientras, esperamos largo rato hasta que
alguien nos regresó al muelle. Fuimos al hotel para intentar dormir, esperando
que al día siguiente saliera el sol.
Al día siguiente salimos con
nuestras mochilas. Tania, Moti y Berni – que resultaron ser estudiantes de la
Ibero- se habían ido. Nos despedimos de don Andrés. Eran las ocho de la
mañana. Cruzamos los primeros dos puentes. Eran tramos cortos y el agua había
bajado. Nos llegaba poco arriba de la rodilla. No hundimos en el lodo un largo
tramo. Jugamos a pensar que era una especie de masaje artesanal y, lo mejor
¡Era gratis!
Llegamos a Hacienda de Cabañas. El agua subió de nivel. Subimos nuestras
mochilas con una mano, y con la otra nos tomamos de las manos. La corriente iba
contra nosotros, lo que lo hacía más cansado, pero no había de dónde sujetarse,
por lo que no podíamos detenernos.
Cruzamos todo el pueblo completamente inundado. La mayor parte del tiempo el
agua nos llegaba poco más arriba de las rodillas, pero durante un tramo
considerable alcanzó tal altura que nos llegó hasta el pecho. Nos encontramos a
la comisaria, quien dos días antes andaba ofreciendo comida y refugio a los
turistas. Nos deseó suerte y nos advirtió que tuviéramos cuidado en el puente
de San Jerónimo.
La misma gente que venía hacia nosotros, y que ya había cruzado, nos daba
consejos de cómo pasar y por dónde. Nos decían por qué partes era más seguro
cruzar, en dónde había cuerdas para asirse a ellas y evitar que nos
llevara la corriente, y qué partes eran menos resbalosas. Así fue como logramos
cruzar Hacienda de Cabañas.
Caminamos otro tramo de carretera y llegamos a los Arenales. El nivel del agua
bajó. Había vacas, caballos, cerdos y perros esparcidos por todo el pueblo.
Compramos un poco de frituras y seguimos caminando hasta llegar a un tercer
puente. Dos chicas que venían del lado opuesto nos dijeron que alcanzáramos a
los muchachos que iban delante de nosotros para que nos ayudaran a cruzar,
porque la corriente estaba canija.
No pasaron ni cinco segundos cuando ya les habíamos gritado para que nos
esperaran. Así lo hicieron, y nos ayudaron a cruzar. No reparamos en repetirles
lo agradecidos que estábamos. Caminamos con ellos durante un rato, pero nos
dijeron que no habría forma de cruzar hacia Acapulco. Ellos sólo iban a San
Jerónimo a ver cómo estaba la cosa allá.
Llegamos a un tercer pueblo. Era casi mediodía
y ya íbamos un poco cansados. Nos encontramos al hijo de la comisaria, que iba
con otros dos chicos en sus bicis. Iban por víveres a San Jerónimo. Nos dijeron
que aún faltaba mucho para llegar, y nos subieron a sus bicis para darnos un
ray mientras sus piernas pudieran aguantarnos.
Nos bajamos quince minutos después y volvimos a andar a pie hasta que llegamos
a la federal Acapulco-Ixtapa. Le preguntamos a un señor cuál camino era más
seguro para cruzar: hacia Zihuatanejo o hacia Acapulco. Dijo que aún no sabía
cómo estaba el camino hacia Zihuatanejo, y para Acapulco estaba bastante complicado
cruzar. Aun así, dijo que él iba a intentarlo y que podíamos ir con él si
así lo queríamos.
Le dimos las gracias y nos adelantamos. Llegamos al tan temido puente de San
Jerónimo. Estaba partido a la mitad en dos tramos, por lo que teníamos que
rodearlo por un costado. El camino estaba muy enlodado, pero ya habíamos pasado
un pueblo inundado, así que esto ero pan comido. Logramos cruzar. Arriba
estaban unas combis. Nos dijeron que, por cincuenta pesos, nos llevarían a otro
tramo de la carretera, en donde, oh sorpresa, nos esperaba un tercer puente que
habría que cruzar a pie.
Nos subimos a la combi y nos encontramos a los Ibero-hippies. Nos preguntaron
cortésmente qué tal estábamos. Robin amablemente les respondió que estábamos
bien, y siguió platicando con ellos durante un rato. En cambio, mi orgullo
resentido y yo optamos por ignorarlos.
Llegamos al tercer puente, que fue aún más fácil de cruzar que el anterior, pero
para ese momento ya comenzábamos a resentir la caminata, la aspereza del
pavimento, el agua sucia, las piedras y el lodo sobre nuestros pies descalzos. Los
hippies comenzaron a correr. Nos dijeron que nos apuráramos, pues los militares
retirarían “la escalera”, pero no podíamos hacerlo, además de que no teníamos
la menor idea de lo que hablaban, así que los ignoramos.
Volvimos a cruzar un tramo
destruido, pero esta vez tuvimos que rodear e ir bajando, pues había un cuarto
puente que había que cruzar. Aunque nadie nos había hablado de él, éste era
mucho más alto que los anteriores, y había colapsado casi por completo.
Llegamos por debajo del puente, en donde había una escalera que habían colocado
los militares para que la gente pudiera subir (con que a esa escalera se
referían). Mientras uno de los soldados subía nuestras mochilas con ayuda de
una cuerda, otros dos nos ayudaban a subir. Ya arriba recogimos nuestras mochilas, y nos sujetamos de una cuerda para poder
cruzar. El puente se partió por la mitad de tal manera que había tomado la
forma de una letra “V”, por lo que había que bajar poco a poco, dar un pequeño
salto en la parte que estaba rota, y volver a subir en picada.
Llegamos al otro lado un poco aturdidos. Había mucha gente que buscaba a sus
familiares. Los militares nos preguntaron nuestro nombre y lugar de
procedencia. Dijeron que podíamos acudir al DIF por agua y comida, pero no
había tiempo para eso, aún teníamos que llegar a Acapulco.
Abordamos un micro hacia Acapulco, donde podríamos hospedarnos y pensar cuál
sería el siguiente paso. Unos chicos comenzaron a platicar con otros pasajeros
que también habían estado en Playa Paraíso. Habían ido a bucear pero vivían en
Acapulco. De pronto uno de ellos recibió una llamada. Era su madre. Le dijo que
el ejército y la marina estaban mandando aviones a Pie de la Cuesta para
evacuar a los turistas y llevarlos al aeropuerto de la Ciudad de México.
Nos pegamos con ellos y bajamos en Pie de la Cuesta, donde tomamos un segundo
micro que nos dejaría en la base aérea. Llegamos a las dos de la tarde: seis horas
después de haber salido de Playa Paraíso. Había dejado de llover y el cielo
estaba despejado. Por primera vez el sol se dignó a salir.
Afuera de la base aérea estaban formadas alrededor de trecientas personas. Toda
la gente estaba eufórica. Algunos llevaban todo el día formados pero ni
siquiera habían abierto el acceso a la base. Aun así, Robin y yo pensábamos que
ya había pasado lo más difícil, por lo que sentarnos a esperar sería menos
complicado. Nos dimos un break. Y un toque. Compramos agua y comida, y nos dispusimos a
esperar.
No veíamos entrar a nadie de las trescientas personas que estaban formadas delante
de nosotros. Atrás la fila crecía exponencialmente. De pronto comenzaron a
llegar lindas familias acomodadas en sus lujosas camionetas. Todos lucían
impecables, como vacacionistas felices y despreocupados. Así como bajaban de
sus camionetas, entraban a la base aérea en una segunda fila (que era
infinitamente menor a la fila de los simples mortales). Las personas se
empezaron a quejar. Los soldados explicaron que ellos habían pagado para ser
recogidos por jets privados.
Esperamos durante horas. Nos parábamos, nos sentábamos, y nos volvíamos a
parar. Veíamos cómo llegaban y se iban los jets privados, pero no veíamos
ningún avión de la marina ni del ejército. Abrieron las puertas a eso de las
siete y en ese momento empezó la histeria colectiva.
Algunos abusados empezaron a meterse en la fila, pero el resto de la gente se
encargó de echarlos. Les gritaron para que se salieran, los acusaron con los
soldados y hasta los golpes se armaron. Ignoramos la trifulca y apresuramos el
paso para lograr entrar. Los soldados nos contaron, pues sólo dejarían pasar a
algunos. El resto tendría que seguir esperando afuera. Logramos entrar, pero ya
adentro volvimos a esperar durante horas.
Al menos adentro pudimos beber del agua que estaba siendo repartida por los
soldados, pasar al sanitario y esperar sentados sobre nuestras mochilas.
Estábamos formados en cuatro filas. Robin y yo habíamos dejado de hablar desde
hacía más de cuatro horas. Estábamos hastiados.
Avanzábamos en grupos de cuarenta y ochenta personas, en intervalos de
dos horas. Veíamos llegar a los aviones. Veíamos también cómo se iban los jets.
Ya era de madrugada cuando llegó nuestro turno. Nos tocó un grupo de ochenta
personas. Los soldados indicaron que todos los hombres debían ayudar a
descargar los víveres del avión; entre más rápido acabaran, más rápido podríamos
abordarlo.
Tardaron poco menos de una hora en descargarlo y acondicionarlo. Abordamos, mujeres
y niños primero. Algunos hombres tuvieron que ir sentados en el piso. El avión
era muy oscuro. Los asientos no eran más que tubos sujetos a las paredes,
recubiertos de lona roja.
La oscuridad y el estruendoso sonido
de los motores me hicieron estremecer. Deseé que esos ruidos fueran normales.
Sólo quería llegar a casa. Decidí que era mejor dormir. Desperté poco antes de
aterrizar. Ya en el aeropuerto nos
trasladaron a la puerta uno.
Abordamos un taxi de camino a casa de Robin. Sólo queríamos tomar un buen baño
y dormir todo el resto del día. Cruzamos una mirada de alivio, platicamos
unos minutos y continuamos callados durante el resto del camino.
Por fin había terminado todo. Recargué mi cabeza sobre la ventana para observar
la ciudad. Tomé conciencia de lo que había vivido. Recordé a Pelusa, a Cruz, a
Rey, a Nando, a la comisaria y a don Andrés. Pensé en qué estarían haciendo. Me
sentí triste.
Después de cinco días en los que no había hecho más que actuar en lo inmediato,
y no había podido detenerme ni un minuto, por fin tenía de nuevo un espacio
para que mi mente pensara en todo aquello en lo que quería pensar. Mi vida
había vuelto a su zona de confort, y mi mente podía volver a divagar.
Comprendí que la vida puede dar un giro inesperado en cualquier momento, sin
importar cuántos planes tengamos en mente; que no existe la mala suerte ni la furia divina, sólo los hechos, y que hay que aceptarlos como lo que son para
poder superarlos; que nunca sabes lo fuerte que puedes llegar a ser sino hasta
que llega el momento en el que tienes que serlo; pero sobre todo, aprendí que
no debo hacer una tormenta en un vaso de agua, porque algún día la tormenta puede hacerse realidad.
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