Nací con una absurda interrogante
incrustada en el pecho. Mis primeros pasos resultaban ser tan testarudos que no
podía entender cómo era que todos los demás caminaban con tanta facilidad.
Caminaban, trotaban, corrían. Me resultaba aterrador tener que poner mis pies
desnudos encima de una superficie fría cuya textura me provocaba una constante
irritación. Mis pies se resistían a tocar la duela. Mi madre dejaba que gateara
sin más.
Yo prefería gatear porque, de
esta manera mi cabeza no quedaba expuesta ante aquella aterradora multitud
fantasmagórica. Prefería escurrirme entre las piernas de los demás y mirarles las
piernecillas escuálidas. Noté que, sin importar si se trataba de un hombre de
prominentes pectorales, las piernas eran siempre dos hilos que pendían de
troncos absortos en las mieles del tumulto. Hiel, para mí.
Me resultaba curioso observar las
miradas extraviadas, ojos clavados en otros ojos cuya boca escupía palabrejas revueltas,
huecas, vomitivas. Y las miradas lascivas de los hombres se perdían en los
encantadores senos de las mujeres. Se repetía el patrón una y otra vez. Las
orejas eran simples cómplices de aquél vals de entes que parloteaban por
parlotear, sin el menor intento de querer escuchar lo que el otro vociferaba.
Necesitados todos de un par de oídos expectantes.
Yo seguía extraviada, imperceptible,
refugiada en un cómodo mutismo que me permitía dar rienda suelta al escrutinio
del resto de los presentes. Embelesada con el bullicio y sin querer salir a la
superficie. Flotaba y me perdía.
Así pasé mis primeros años hasta
que un día me sentí más pesada de lo normal. Me costaba trabajo gatear. De
flotar, ya ni hablamos. Un peso dejaba sobre mí el poder asfixiante de su masa.
Intenté zafarme. Di volteretas y quise tirarle sin éxito. Con el paso de los
días mis ánimos y mis fuerzas cayeron. Me fui acostumbrando al peso de aquélla
coraza desconocida.
Su sombra me procuraba una
especie de protección indescriptible. Cada vez escuchaba menos la maraña de
sonidos que acontecía allá arriba. No tenía necesidad de esconderme, porque mi
caparazón fungía de un gentil camuflaje que me mantenía distante. Poco a poco
me fundí en el escenario, como parte del inmobiliario.
A veces pienso que, para lograr
salir, si es que algún día ese es mi deseo, mi cuello tendrá que evolucionar de
tal forma que se convierta en un largo cuello de mujer jirafa. Por ahora me deleito en el devenir de los pasos, adivinando a qué rostros pertenecen y, cuando los imagino, todos ellos lucen infinitamente más afables de aquéllos que aparecen en mis recuerdos.
Tal vez en otro tiempo decida echar un nuevo vistazo y, para mi sorpresa, halle un nuevo escenario. Mucho más honesto acaso y pletórico de ojos que miran, oídos que escuchan y bocas que hablen sin escupir.
Tal vez en otro tiempo decida echar un nuevo vistazo y, para mi sorpresa, halle un nuevo escenario. Mucho más honesto acaso y pletórico de ojos que miran, oídos que escuchan y bocas que hablen sin escupir.
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