"Passion", Leonid Alfremov. |
Un buen día la mente nos juega un
sucio truco: hemos empezado a vernos como dos figurines humanos, el uno contra
el otro en una carrera infinita. Sólo dos guerreros en direcciones opuestas,
tirando de la cuerda para complacerse en el autoelogio de ser el más fuerte.
Ya ni siquiera vemos los mismos
colores. Nuestros ojos han cambiado y no habremos de mirarnos otra vez igual.
Con ese despojo del ego, con esa nobleza del alma, sólo dos chicos compartiendo
sus juguetes, corriendo y dando centenares de saltos y giros. Con la sonrisa
desbordante, imperante de luz, repleta de gozo.
¡Y vaya que nos miraban como a un
par de locos! Y estábamos locos, locos por explotar, por tocarnos, por reír, y
llorar, y gemir y rodar, y rodar sobre una pequeña colina de pasto. Y el suave
rocío empapándonos el espíritu detonante, libre. Envueltos en papel picado de
colores fosforescentes, y rebotando un himno de rock en deliciosas notas
musicales cosquilleando en nuestros delicados oídos.
Y venos aquí gritando, en medio
de la avenida, aturdidos por el caos de la hora más increíblemente alocada de
esta ciudad. Condensados en pequeñas gotitas colgadas de una hoja, y mirando
nuestras siluetas recortadas en muñequitos de cartón que se agitan dentro de
nuestras cabezas para escupirnos temerosos reproches.
Rojos de ira, y amarillos y
verdes, y de mil colores y emociones presurosas que colisionan entre ellas, se
miran, se enfrentan, se revuelven, se confunden y se repelen. Y así nos
retiramos, cansados de este baile, y nos sentamos a mirar al resto de las
parejas.
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