Pareciera que el rol de la mujer se ha reivindicado, que ha ganado autonomía y preponderancia dentro del ámbito laboral en una lucha sexista que le ha valido el tener que demostrar su valía fuera del seno del hogar para obtener cierto reconocimiento en lo que respecta a, básicamente, todo lo que no son labores domésticas.
“Superado” el conflicto del modelo patriarcal, perpetuado por el mito del amor rosado y perfecto, lo que implicaba una irremediable búsqueda del príncipe azul al cual someterse por amor, la mujer comenzó a insertarse en el ramo laboral, en donde encontró nuevamente otro hito que romper. Se encontró entonces bajo una nueva forma de dominación, mucho más sutil acaso, pero no por ello menos opresiva.
El sistema capitalista ha creado y alimentado un modelo de publicidad que ha reducido a la mujer a un mero producto sexual. Es la mujer el principal objeto de un mercado repleto de aditamentos completa y absolutamente inútiles y ridículamente caros que instituyen el cuerpo de la mujer como la principal mercancía.
Lucrar con el cuerpo femenino no es un problema menor. Estamos tan habituados a ver pasarelas de mujeres semidesnudas bajo cualquier circunstancia, no importa si es el aniversario de una automotriz, una pelea de box o los pronósticos del tiempo. La imagen comercializada de una mujer plástica reducida a las medidas en las que encaja su cuerpo aparece de forma vomitiva en las portadas de revistas, en los puestos de periódicos, en espectaculares, en los partidos de soccer o de americano, en las luchas, en el box…
Soportamos toda clase de piropos en cualquier circunstancia y se supone que debemos sentirnos halagadas con ello. Nuestra belleza es cuestionada en todos los ámbitos e incluso tenemos que creer que es hasta necesaria. Aquéllas que optan por portar la cara lavada, sin capas de pintura que les asfixien los poros, son tachadas de machorras o desaliñadas, como si fuera nuestra obligación maquillarnos o portar aditamentos tortuosos como lo son los inutilísimos tacones.
Como si fuera nuestra obligación ser “bellas”, entendiéndose por belleza ese ridículo cúmulo de patrones que establecen intereses particulares institucionalizados por los imperantes estándares de belleza. No es nuestra obligación lucir bellas, y mucho menos cuando esta motivación no es más que la búsqueda de la aprobación de nuestra feminidad, como si de ello pendiera nuestro sexo. Tal reduccionismo no hace más que fortalecer la idea de la mujer como una mera esclava sexual cuya única y mayor gracia es “ser femenina”.
Pero ¿Qué es ser femenina? ¿Tenemos que conformarnos con ser delicadas, dulces, hacendosas, bellas, frágiles y sensibles? ¿A qué aspiraciones nos conducen dichas “cualidades” cuando el ideal del éxito es promovido como sinónimo de fortaleza? ¿Ser vulnerables sentimental y físicamente no sería acaso una clara desventaja? ¿Por qué conformarnos con "cumplidos" que sólo evalúan cualidades superfluas?
Aceptar estas condiciones de evaluación se ha consolidado como otra forma de dominación que nos ha conducido a establecer una guerra entre nosotras mismas. Una lucha de egos en donde la inseguridad de nuestro cuerpo es la primicia que sostiene una disputa absurda de descalificación entre nosotras mismas, llevada a una severa competencia en donde cualquiera mujer que disfrute plena y abiertamente de su cuerpo y de su sexualidad será tachada de puta; o aquélla cuya prioridad no es lucir bella será vista como "desaliñada" o "fodonga". Es aquí donde se encuentra nuestra máxima derrota: la mujer misma se ha convertido en su mayor contrincante.
Hace falta entender que, al llamar "puta" a otra chica, nos colocamos en el mismo papel de vulnerabilidad en el que seremos juzgadas bajo los mismos criterios machistas que nosotras sostenemos e, irónicamente, de los mismos que nos quejamos. Es necesario comprender que la aceptación y adopción del cliché femenino, en conjunto con los comportamientos que esto conlleva, es una decisión que somos absolutamente libres de tomar o rechazar. No es una obligación y tampoco un estigma, pues siempre habrá mujeres que opten por elegir dicho modelo. Pero sobre todo, hace falta entender que debemos cesar esa lucha hostil y tan severa que hemos emprendido contra nosotras mismas.
La valía femenina no radica en nuestros senos o en nuestra vagina. Tampoco radica en nuestra capacidad reproductora o en nuestro instinto maternal. Ergo, ello no debe hacernos padecer el desapego a nuestra naturaleza biológica, diferencias notables que nos distinguen, pero que no nos definen. Podemos sentirnos perfectamente orgullosas de nuestros cuerpos y decidir con qué actitud amarlo y mostrarlo, pero no es este nuestro valor. Podemos elegir ser dulces o frías, compasivas o frívolas, detallistas o descuidadas de nuestro aspecto, pero siempre deberá ser una cuestión de elección, no de rol.
Aceptar estas condiciones de evaluación se ha consolidado como otra forma de dominación que nos ha conducido a establecer una guerra entre nosotras mismas. Una lucha de egos en donde la inseguridad de nuestro cuerpo es la primicia que sostiene una disputa absurda de descalificación entre nosotras mismas, llevada a una severa competencia en donde cualquiera mujer que disfrute plena y abiertamente de su cuerpo y de su sexualidad será tachada de puta; o aquélla cuya prioridad no es lucir bella será vista como "desaliñada" o "fodonga". Es aquí donde se encuentra nuestra máxima derrota: la mujer misma se ha convertido en su mayor contrincante.
Hace falta entender que, al llamar "puta" a otra chica, nos colocamos en el mismo papel de vulnerabilidad en el que seremos juzgadas bajo los mismos criterios machistas que nosotras sostenemos e, irónicamente, de los mismos que nos quejamos. Es necesario comprender que la aceptación y adopción del cliché femenino, en conjunto con los comportamientos que esto conlleva, es una decisión que somos absolutamente libres de tomar o rechazar. No es una obligación y tampoco un estigma, pues siempre habrá mujeres que opten por elegir dicho modelo. Pero sobre todo, hace falta entender que debemos cesar esa lucha hostil y tan severa que hemos emprendido contra nosotras mismas.
La valía femenina no radica en nuestros senos o en nuestra vagina. Tampoco radica en nuestra capacidad reproductora o en nuestro instinto maternal. Ergo, ello no debe hacernos padecer el desapego a nuestra naturaleza biológica, diferencias notables que nos distinguen, pero que no nos definen. Podemos sentirnos perfectamente orgullosas de nuestros cuerpos y decidir con qué actitud amarlo y mostrarlo, pero no es este nuestro valor. Podemos elegir ser dulces o frías, compasivas o frívolas, detallistas o descuidadas de nuestro aspecto, pero siempre deberá ser una cuestión de elección, no de rol.
Standing nude young girl. Schiele. |
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