Hoy que quise saltar y desviar el camino andado me di cuenta de que era mi último día. Veinticuatro horas para-ser-yo. Mañana seré alguien más. Es necesario idear un plan, el más aleatorio y absurdo que se me pueda ocurrir en un estado de consciencia permanentemente alterada. La regla es simple: mi plan es eludir todo plan.
Me gusta lo que he venido dibujando, el camino, los atajos que he tomado, las piedras con las que he tropezado pero, constantemente saboreo el anhelo de que el nuevo camino que esté próximo a mis pasos sea del todo irreal, con atajos que se conviertan en laberintos, con piedras que resulten ser papas parlantes.
Prefiero una irrealidad contradictoria, una vida irrisoria, tan terriblemente absurda que me cause una risa infinita que me haga llorar y, al final, desfallecer exhausta de tanta risa, de tanta estupidez.
Quiero este mundo, el mío, no el de nadie más. Quiero estos pasos, la habitual testarudez, el descalabro nocturno, la inmadurez impertinente, el asombro de lo minúsculo, la maravilla de lo natural.
No quiero tener-que, ni deber-que nada, muchos menos quiero hacer lo correcto. Quiero equivocarme, llorar, arrepentirme y volverlo a hacer. Quiero ser de pronto una sirena que flota en aguas de sabores, con un cántico que pervierte y que embruja.
Quiero probar el desenfreno, creer en lo supremo, presenciar pequeñas maravillas, enamorarme una y otra vez, pensar que la vida es esto. Mi vida como un todo, para vivirla instante por instante. Mi vida como nada, para no despegar los pies y mirar a mis semejantes como valiosos y preciados tesoros.
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