No he podido llegar más lejos. Me exijo ser fuerte pero siento caer en el abismo de la indiferencia. Me he convertido en aquella patética figura que repudio, integrándome al proceso robótico que enajena mis sentidos. Camino sin sentir mis pisadas; no logro percibir la luz del día porque los tonos grisáceos han cubierto mi visión: menos aún puedo percibir el delicioso menú de emociones que se aparecía ante mí en una encantadora metamorfosis de arcoíris.
Diviso un punto lejano, sin mirarlo, sin poder ver. Cegada por la obstinación del recuerdo tardío, del incendio interno que carcome las sensaciones placenteras para enterrar en sus cenizas el resplandor de lo vivido. Lo acalla. Lo sepulta en el olvido.
El curso de mi paso está programado, no he de detenerme. No he de ser más que la sombra de mi espectro. Reducida a una visión nocturna, un mal sueño que, a la mañana siguiente, dejará la sensación de haber sido real.
Un mal sabor, falta de color, un eco… Una voz suave, dispersa, lejana, una sombra. He de olvidar lo que fue, y lo que pudo haber sido.
No quedarán interrogantes ni reproches. En realidad nada queda. He de aceptarme e incorporarme al compás de las olas dormidas, aquellas que aguardan silenciosas por romper en la arena, por diluirse en lo efímero. Tan blancas, tan limpias, al fin mueren.
Me consumiré en una lágrima eterna, infinita, maquillada con la brisa y escondida tras la cortina de lluvia que caerá a la postre de este hermoso diluvio.
Ahora la tristeza me parece una dulce muerte, un estado en el que desearía extinguir la llama de mi ilusión, de aquella mala sensación que pretendía inundar mi atmósfera con su luz endeble.
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