Era un pequeño punto entre la bruma, extraviada en la profundidad de un eterno lamento. Habitaba en un grito ahogado, inmersa en un mundo sofocante. Me costaba respirar.
Corrí con todas mis fuerzas hasta caer exhausta. El dolor persistía, me consumía lentamente. Busqué un pequeño refugio, una sombra que calmara mis lágrimas, una luz que diera cobijo a mi alma. Intenté buscar alivio, una voz que notara mi existencia y se alegrara con ello. Busqué incesantemente.
Es el día más solitario. Camino por calles hundidas en la oscuridad, personas sin rostros, voces convertidas en ruidos lejanos, fantasmas entre el espesor de la inquietante niebla, soledad en rededor del frío que penetra mis huesos debilitados, y mi cuerpo entero.
Estoy cansada. Me cuesta trabajo seguir caminando. Me detengo para columpiarme, para sentir el frío del viento colisionándose contra mi rostro. Lo recibo con los ojos cerrados para no mirar, para fusionarme con él, para desaparecer esparcida en polvo.
Lo recibo como una suave caricia, un roce frío que hiela mi cuerpo, que eriza mi piel. Desaparece.
Es la noche más vacía. Sola contra un mundo imaginario, cargando un funesto recuerdo. Por fin decido abrir mis ojos para gritar más fuerte que nunca, para llorar más fuerte que nunca, para borrarlo todo y recomenzar a partir de nada.
Mi vida malgastada en la patética agonía de la melancolía, valiosos momentos reducidos al pasado, relegados al olvido. Y me basta un minuto para incorporarme, pretender que fue un mal sueño y volver a esbozar una falsa sonrisa.
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