La noche no podía ser más espesa y su sopor era casi insoportable. Dentro de la habitación una pausa prolongada nos convertía en dos extraños sentados al borde de la cama. En un punto perdimos la cuenta del tiempo y desechamos la querella que había antecedido a nuestro mutismo.
Nuestras miradas se entrecruzaron, nuestros ojos se buscaban desesperados pidiendo ayuda. Se convirtieron en cómplices. Silencio. Sin enunciar palabras decidimos pactar la reconciliación más dulce.
Tu mano tibia despejó mi frente, recogiste mi cabello hacia atrás y acercaste tus labios a mi rostro desnudo. Ambos irradiábamos una luz tenue, húmeda. Nuestros perfiles acompasaban a nuestros corazones acelerados.
Tu dedo recorrió mi mejilla, mis labios, mi cuello. Lentamente se desplazó hacia abajo, convirtiéndose en un vulgar ladrón que se escabullía dentro de mi blusa. En un instante comenzó a arrancarla de manera presurosa, ansioso por descender hasta un punto ínfimo.
Escindidos de toda materialidad, nuestros cuerpos se aliaron en uno mismo, evaporándose en un sublime deseo. Ahí estábamos, despojados de toda pertenencia, teniéndonos únicamente el uno al otro, sin portar prenda alguna más que la de nuestra propia existencia.
Envueltos en un manto estelar prófugo, perpetuo, sin noción alguna de tiempo y espacio. Extraviados en la nada y colmados de frenesí. Mi lengua habitando tu boca, mordiendo tu labio, arrancándote el aliento.
Nuestras siluetas comenzaron a fundirse en una sombra, una estampa solitaria. Tu respiración tibia en mi hombro, tu olor impregnando mi piel, tus labios húmedos sobre mi nariz, sobre mi pecho, sobre mi abdomen. Te apropiaste de mi cuerpo en el abrazo más cálido, en un ansia desesperada, inhalándome en un suspiro.
Perdí toda fuerza. No podía hacer más que debilitarme en tus brazos y permitir al erizado cuerpo el efímero placer del estruendoso espasmo. Uno sobrevino al otro. Un fuego encendido en mi vientre, un cadencioso vals y un vehemente estremecimiento.
Comentarios
Te leo, Saludos.